
I. El camino de la cruz y el significado del sufrimiento en la colina del Gólgota
La escena en la que Jesús carga la cruz y sube la colina llamada “Gólgota” (en hebreo Gólgota, en latín Calvario), también conocida como “el lugar de la Calavera”, es un acontecimiento central de la historia de la salvación que todos los Evangelios resaltan por igual. En Juan 19:17, el apóstol Juan describe este momento trágico pero colmado de sentido redentor en una frase concisa: “Jesús, cargando su cruz, salió hacia el lugar llamado de la Calavera”. A la luz de otros Evangelios, especialmente Mateo 27 y Marcos 15, se relata con más detalle la intensidad del sufrimiento que Jesús padeció al recibir la pena capital de la crucifixión. Después de ser azotado y burlado, ya cubierto de sangre, el Señor cargó personalmente la cruz en la que sería clavado y recorrió el largo trayecto hasta el Gólgota.
La crucifixión era reconocida en la antigüedad como la forma de ejecución más cruel, y el Imperio Romano colgaba al sentenciado un letrero con su delito para que caminara un buen trecho, mezclando advertencia pública y burla. Esto buscaba maximizar la humillación del reo, pero a la vez permitía que, en caso de que alguien saliera en su defensa, se le pudiera dar una última oportunidad de apelación. Sin embargo, Jesús no solo fue acusado injustamente, sino que, además, aceptó voluntariamente cargar “su propia cruz”. Con esto, Él estaba mostrando en la práctica que se entregaba a sí mismo “en rescate por muchos” (Mr 10:45).
Meditando en esta escena, el Pastor David Jang interpreta el camino al Gólgota que recorrió el Señor como “la senda de amor más grande que se ha dado por la salvación de la humanidad”. Aunque a simple vista la imagen de Cristo cargando la cruz rumbo al monte de la Calavera luce como una procesión de dolor y deshonra sin ningún atisbo de dignidad, en realidad se trata de la marcha de la obediencia voluntaria de Jesús para consumar la historia de la redención. Dicho de otro modo, Jesús cargó Él solo la maldición y el pecado, todo el odio y la ira que le correspondía a la humanidad. Así, a los ojos del mundo fue una derrota, pero ante la soberanía de Dios supuso la victoria definitiva. Precisamente, en los últimos instantes que acontecieron en la colina del Gólgota, se consumó plenamente la expiación de la cruz.
Cuando el Señor llegó al lugar de ejecución, llamado Gólgota o “lugar de la Calavera”, los soldados romanos, como de costumbre, se apoderaron de las pertenencias del ajusticiado y se las repartieron. En Juan 19:23-24, aparece la escena en la que los soldados echan suertes para quedarse incluso con la ropa que aún llevaba Jesús. Según el Pastor David Jang, en este episodio se revela “un marcado contraste entre la codicia del mundo y el vaciamiento de sí mismo que encarna Cristo”. Mientras los soldados se disputan la última prenda que le queda a Jesús, Él, debilitado hasta el extremo de tener que recibir ayuda de Simón de Cirene, ya se ha despojado de todo hasta prácticamente la muerte. Los sumos sacerdotes protestaron ante Pilato para que cambiara la inscripción “Rey de los judíos” por “Él dice que es Rey de los judíos”, pero Pilato se negó diciendo: “Lo que he escrito, lo he escrito” (Jn 19:21-22). Esta es una paradoja histórica: los líderes judíos proclamaban “No tenemos más rey que el César”, mientras el gobernador romano, Pilato, declaraba a Jesús como “Rey de los judíos”. A simple vista, Jesús parecía un derrotado sin fuerzas, clavado en una cruz y camino a la muerte; no obstante, allí mismo se alcanzaba el punto más glorioso de la salvación.
“Gólgota” posee una connotación lúgubre, marcada por la imagen de la calavera que evoca la muerte. En la tradición cristiana, se le conoce también como Calvario, y es el lugar donde se alzó la cruz, núcleo y símbolo de la fe cristiana. De ahí que llamar “Calvario” a una iglesia sea un modo de recordar el mensaje central del cristianismo: que incluso en el lugar dominado por la muerte y la vergüenza, resplandece el poder redentor y el amor de Cristo. La colina del Gólgota fue, en efecto, el escenario donde se manifestó de manera más contundente el amor de Jesús, capaz de penetrar toda oscuridad y desesperanza y lograr la victoria suprema.
El Señor, como un sacrificio mucho más sublime que el de Isaac en la historia de Abraham e Isaac, subió con la cruz hasta la colina del Gólgota, plenamente consciente de su destino mortal. En Génesis 22, Isaac, sin saber que sería la ofrenda, carga la leña para el holocausto y asciende al monte Moria, mientras Abraham afronta ese valle de muerte con fe en “Jehová-jireh”. Pero Jesús sí conocía su muerte con total claridad y, aun así, por obediencia voluntaria llegó hasta el final. Eso es precisamente lo que la Biblia llama “expiación sustitutoria”. Al modo en que se compraba un esclavo para darle la libertad, Cristo nos redimió a nosotros, esclavos del pecado, pagando el precio con su propia vida. Cuando dijo que “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr 10:45), lo expresaba con toda literalidad. El Pastor David Jang subraya que “el camino que recorrió nuestro Señor fue únicamente por amor, un autosacrificio; no fue un martirio forzado ni producto de la violencia humana”.
El instante en que Cristo nos redime de la maldición de la Ley (Gá 3:13) no supuso un sufrimiento breve, sino un proceso agónico. Azotes, burlas, sed, agotamiento extremo, la burla de los soldados y la mirada despreciativa de la multitud se combinaron con la soledad absoluta en que quedó el Señor. Marcos 15:21 cuenta cómo obligaron a Simón de Cirene a cargar la cruz, indicando cuán débil y exhausto estaba Jesús para llevarla. Sin embargo, en el Evangelio de Juan se lee escuetamente: “Jesús, cargando su cruz…” (Jn 19:17). El Pastor David Jang comenta que este versículo, tan breve, encierra un dolor y una santidad tan hondos, que tal vez el apóstol Juan no pudo extenderse más en detalles al escribirlo.
Finalmente, todo este sufrimiento, tan trágico, desembocó en el amor más grande y en el acto por el cual el justo juicio de Dios fue cargado en Cristo. El hombre, con su propia justicia, jamás podría alcanzar la salvación; mas, mediante la cruz de Cristo, la humanidad experimenta la redención. De esta manera, la crucifixión en la colina del Gólgota no fue solo una cruel pena de muerte sucedida en un momento puntual de la historia, sino, como señala el Pastor David Jang, “un acontecimiento cósmico y espiritual que toda la humanidad debe recordar por la eternidad”.
II. Las personas presentes junto a la cruz: Simón de Cirene, las mujeres y el discípulo Juan
En la lectura de Juan 19:17-27, se aprecian diversos grupos de personas reunidas al pie de la cruz. En primer lugar, están los soldados romanos. Estos, habiendo clavado a Jesús en la cruz, se distraían echando suertes para repartirse las vestiduras del Señor. Es un momento que cumple la profecía del Salmo 22:18, pero que también exhibe la avaricia y la dureza del corazón humano de forma descarnada. Para los soldados, Jesús no era más que un prisionero; era el “botín” de la ejecución, y su principal preocupación era repartirse lo que quedaba de sus posesiones. Incluso su túnica, tejida de una sola pieza de arriba abajo (Jn 19:23), querían conservarla completa en vez de romperla, así que echaron suertes para decidir quién se la quedaba. Ellos oían los gemidos del crucificado tan cerca, y aun así, eran incapaces de percibir el dolor y la tragedia que se cernía; solo procuraban su beneficio personal.
Por otra parte, se menciona a Simón de Cirene, un peregrino que había llegado a Jerusalén para la Pascua y que fue obligado por los soldados a cargar la cruz de Jesús por un trecho (Mt 27:32; Mr 15:21). Como su nombre lo indica, procedía de Cirene (actual Libia, en el norte de África). Formaba parte de la diáspora judía que acudía a Jerusalén para las fiestas, y se vio envuelto en el sufrimiento de Jesús sin desearlo. No obstante, a causa de este acontecimiento, su familia llegó a conocer al Señor y, más tarde, su hijo Rufo aparece mencionado como un importante miembro de la comunidad cristiana (Ro 16:13). El Pastor David Jang explica que esta escena “muestra cómo la vida de una persona puede transformarse al ser forzada a cargar la cruz, aparentemente un infortunio, pero que lleva a comprender el misterio profundo del sufrimiento de Cristo y a encontrar en Él al Salvador”. Aquello que empezó como una imposición se volvió devoción voluntaria, y el sufrimiento se convirtió en una bendición espiritual.
Igualmente, resulta muy significativo fijarse en las mujeres y en el discípulo amado, Juan, que permanecieron hasta el final a los pies de la cruz. Según Juan 19:25, “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena”. Es decir, la madre de Jesús, la tía de Jesús (identificada por la tradición como Salomé, madre de los hijos de Zebedeo), María, esposa de Cleofás, y María Magdalena, permanecieron allí, en el lugar de la crucifixión. En aquel entonces, la crucifixión se aplicaba a los criminales más viles y era la pena máxima, así que quienes se quedaban en el entorno de la ejecución podían ser señalados como cómplices o arrastrados a la misma humillación. Aun así, estas mujeres no se alejaron del Señor por amor a Él.
El célebre himno espiritual de la Pasión, “Were You There?” (“¿Estuviste allí?”), inspira a preguntarnos quién se quedó en la escena del sufrimiento de Cristo. La mayoría de los discípulos huyó despavorida, asustada, y se ocultó. Pedro, incluso, negó al Maestro tres veces cuando le interrogaron. Pero la madre de Jesús, estas mujeres y el “discípulo amado” Juan permanecieron. El Pastor David Jang menciona el versículo que dice “el amor perfecto echa fuera el temor” (1 Jn 4:18) para recalcar que en ellos el amor al Señor superó la preocupación por su propia seguridad o reputación.
En particular, destacan las palabras de Jesús desde la cruz dirigidas a Su madre María y al discípulo Juan, registradas en Juan 19:26-27. Jesús, viendo a Su madre, le dice: “Mujer, he ahí tu hijo”, y al discípulo amado: “He ahí tu madre”. Aun estando al borde de la muerte, aplastado por la agonía, el Señor se preocupa por el cuidado de Su madre, encomendándosela a Juan. Este gesto trasciende la simple piedad filial, reflejando amor humano y amor divino a la vez. El amor de Jesús por María resume toda su vida: “Hijo de Dios” y “Hijo del Hombre” que, al cumplir su misión, no pudo vivir de manera común junto a su madre. Solo al final, en la cruz, parece expresarle a María: “Ahora me vuelvo a ti como hijo”. El Pastor David Jang explica que, “durante su ministerio público, Jesús estuvo dedicado en cuerpo y alma a la voluntad del Padre, pero antes de entregar Su último aliento, no se olvidó del amor que debía a Su madre, cerrando así el círculo de la relación madre-hijo”.
Así, al pie de la cruz se encontraban, por un lado, los soldados, imagen de la crueldad y la codicia; por otro, alguien como Simón, que participó de manera involuntaria en los padecimientos de Cristo y encontró la fe, y finalmente, las mujeres y el discípulo Juan, símbolos de la fidelidad y el amor. En ese escenario, la cruz se convierte en un espejo que refleja nuestras propias vidas. El Pastor David Jang dice: “La cruz nos expone tal cual somos, pero al mismo tiempo nos permite trascender esa naturaleza y renacer en el amor”. Hay quien, como los soldados, se empeña en apropiarse de lo ajeno o se une a los poderosos para despreciar a Jesús; pero también están quienes, como Simón, aun empezando obligados, llegan a entender el sentido de la cruz y se transforman, o quienes, como las mujeres y Juan, se quedan hasta el final, demostrando amor y entrega.
III. La consumación de la expiación y el desafío para la iglesia: La perspectiva del Pastor David Jang sobre el amor de la cruz
El acontecimiento de la cruz cumple todos los requerimientos de la Ley y es el hecho culminante en que el Hijo de Dios, sin pecado, se ofreció a sí mismo como sacrificio expiatorio para salvar a la humanidad pecadora. Jesús cargó con nuestros pecados y culpas y, por ello, soportó en carne propia la maldición que la Ley declara contra el que cuelga de un madero (Dt 21:23; Gá 3:13). Al presentarse Él mismo como el Cordero de la Pascua, llevó sobre sí toda la maldad humana. En Levítico 16, en el ritual del Día de la Expiación, se liberaba un macho cabrío en el desierto tras cargarle los pecados del pueblo, para que muriera lejos, expuesto a las fieras. Jesús, en cambio, sufrió un tormento mucho más atroz, soportando azotes, vejaciones y la crucifixión, como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29).
El Pastor David Jang expone que la crucifixión encarna la idea de que “toda la pena que merecíamos, Jesús la sobrellevó en nuestro lugar”. Gracias a ello, hoy gozamos del perdón y la salvación. Este acontecimiento se conecta con la imagen del “Siervo sufriente” de Isaías 53, donde se lee: “Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” (Is 53:5). El cumplimiento cabal de esa profecía se da en Jesús. Al mismo tiempo, el Señor manifestó su amor incluso por los enemigos (Mt 5:44), absorbiendo en su cuerpo el odio y el rencor, y rogó por el perdón de quienes le escupían y golpeaban (Lc 23:34). Así demostró con su vida lo que enseñó acerca de amar a los enemigos.
Por consiguiente, la cruz no es solo un hecho histórico: es un desafío constante para la iglesia y el cristiano. No basta con preguntarse “¿qué logró Jesús?”, sino también “¿cómo vivió Jesús?”. Decir que la iglesia “mira la cruz” implica reflexionar sobre el sentido del sufrimiento que el Señor soportó y la dimensión de Su amor, y luego decidir caminar la misma senda de amor. El Pastor David Jang afirma con frecuencia que “la cruz no es simplemente una señal de salvación, sino el símbolo que resume toda la vida de Jesús y que indica el camino que también nosotros debemos seguir”. Jesús oró incluso por los que lo crucificaron (Lc 23:34), entregó Su vida por los pecadores (Ro 5:8) y, resucitando, rompió el poder del pecado y de la muerte. Si la iglesia se adhiere a esta verdad, vivirá sirviendo a los que sufren, amando aun a los enemigos y compartiendo generosamente lo que tiene.
Pero ese camino no es fácil. “Tome su cruz y sígame” (Mt 16:24) es una orden pesada en sentido real, como lo vemos con Simón de Cirene. A veces hemos de cargar la cruz a la fuerza; pero en esa experiencia podemos encontrar al Señor y ser transformados. El Pastor David Jang observa: “Simón cargó la cruz obligado, pero, a través de aquel acto, encontró a Jesús y cambió su vida”. De igual forma, nuestro servicio puede empezar por deber o por responsabilidad, y solo más tarde, en medio del sufrimiento de la cruz, descubriremos la gracia y la providencia de Dios, con lo que ese deber puede convertirse en entrega voluntaria y bendición.
El momento culminante del amor de Jesús en la cruz, cuando encarga el cuidado de su madre al discípulo amado (Jn 19:26-27), nos enseña “la importancia de un amor que no descuida ni los detalles más pequeños”. Aunque Jesús estaba dedicado a la misión de salvar al mundo, no olvidó el cuidado de su madre en la hora de la muerte. La iglesia, por mucho que anuncie la salvación al mundo, no debe desatender a los más cercanos—sea el prójimo vulnerable, el hermano en la fe o la familia—. El Pastor David Jang lo llama “la armonía entre el ministerio público y el amor personal”, afirmando que “el amor de la cruz se hace más perfecto cuando ambas dimensiones se integran”. Aun cuando la iglesia se entregue a la misión y el servicio, no puede pasar por alto las necesidades de los que están cerca.
Además, el detalle de la túnica de Jesús, “tejida de una sola pieza, de arriba abajo” (Jn 19:23), remite al ropaje sacerdotal del Antiguo Testamento, que simbolizaba la santidad y la integridad con la que el sumo sacerdote debía acercarse a Dios. Cristo es nuestro verdadero y perfecto Sumo Sacerdote, que Se ofreció por completo como víctima expiatoria (He 7:26-27). El mundo, representado por aquellos soldados, trató de quedarse con esa túnica echando suertes, pero el Señor ya había renunciado a todo—había llevado su kenosis (vaciamiento) hasta el extremo. A partir de esa escena, el Pastor David Jang lanza la pregunta: “Si todavía codiciamos los pocos bienes y posesiones que tenemos, aferrándonos a ellos, ¿tenemos un lugar auténtico al pie de la cruz?”.
La fe en la cruz, en definitiva, no se centra en “lo que puedo obtener”, sino en “lo que estoy dispuesto a entregar”. Así como Jesús “vino a buscar y salvar lo que se había perdido” (Lc 19:10), la iglesia debe cargar con el dolor del mundo y transmitir el amor de Cristo. El Señor mandó “amar a Dios y amar al prójimo” (Mr 12:30-31) y dio “un nuevo mandamiento: que os améis unos a otros” (Jn 13:34). La cruz es la realización máxima de ese amor y, a la vez, el lugar concreto donde Jesús lleva a cabo la enseñanza de “amar a los enemigos” (Mt 5:44). El Pastor David Jang advierte que, “si la iglesia se aferra a la cruz solo como ornamento, mientras en la práctica se comporta como los soldados romanos—interesada en los bienes de Cristo—, traiciona la esencia del Evangelio de la cruz”.
La respuesta apropiada al contemplar la cruz es reconocer que allí nuestro pecado y nuestra avaricia se ven expuestos, y agradecer profundamente el sacrificio expiatorio de Jesús, respondiendo con arrepentimiento y compromiso para vivir de manera distinta. Ser cristiano significa decidir “tomar la cruz” (Mt 16:24) y seguir a Jesús, lo cual conlleva negarse a uno mismo y servir al prójimo. Cuando lo hacemos, la cruz deja de ser mero símbolo del pasado para convertirse en un “poder vivo” que determina nuestra existencia y testimonio.
La lectura de Juan 19:17-27 concluye preguntándonos: “¿Hasta qué punto nos ha liberado el inmenso amor con que Cristo se entregó?”. La respuesta es clara: sin la cruz de Jesús, no habría para nosotros vida, ni esperanza, ni eternidad. La sangre de Jesús derramada en el Gólgota nos trajo la gracia de la expiación, inalcanzable por ningún otro medio. Y la enseñanza que Cristo nos dejó hasta el último aliento es el amor, un amor que se entrega por completo. La iglesia debe alzar la cruz y, al mismo tiempo, grabar su significado en el corazón. El Pastor David Jang dice que “aferrarse a la cruz implica no desentendernos del sufrimiento, sino cargarlo juntos; no buscar únicamente mi beneficio, como los soldados, sino, como Simón de Cirene, incluso si es por obligación, llevar la cruz y comprender su sentido; y permanecer fielmente al lado de Cristo como hicieron las mujeres y la madre del Señor, en una decisión de amor hasta el final”.
La fe de la cruz se culmina en la paradoja de dolor y amor, muerte y vida. Aparente derrota y deshonra se transforman en la victoria gloriosa de la resurrección. La iglesia, sostenida por esa esperanza de la resurrección, está llamada a dirigirse a todos los “Gólgotas” del mundo. Porque allí, en el lugar en que muchos están atados al sufrimiento, incluso de forma obligada como Simón, se puede encontrar a Cristo el Redentor. La enseñanza del Pastor David Jang desemboca en la práctica teológica: “Cada uno de nosotros tiene una cruz asignada, y cuando nos disponemos a cargarla, se abre el camino del Señor hacia la expiación que da fruto en nuestra vida”.
De este modo, la iglesia no debe utilizar la cruz como un símbolo que favorece su propia utilidad o poder mundano. La imagen de los soldados romanos que arrebatan la túnica de Jesús debe hacernos reflexionar sobre la ambición y el afán de poder o reconocimiento que pueden anidar en nuestro interior. En contraste, Jesús lo entregó todo, hasta su última prenda, y aun en su último suspiro pensó en qué más podía ofrecer; al pedir que cuidasen de su madre, demostró que su amor no tenía límites. Este vaciamiento y servicio son el alfa y la omega del espíritu de la cruz.
Si la iglesia busca este amor, entonces podrá confesar como Pablo: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gá 6:14), sin jactarse de su propia justicia, sino dando gracias por la gracia del Señor. Tal iglesia será la que, desde la colina del Gólgota, abra caminos de vida para el mundo, permitiendo que muchos, como Simón, aun de forma involuntaria, carguen la cruz y sean guiados hacia el cielo. Aunque el sufrimiento sea intenso, aquellos que siguen la cruz de Cristo tienen la certeza de que participarán también de la gloria de la resurrección. Este es el centro del Evangelio y el mensaje que proclama Juan 19:17-27.
En conclusión, “seguir el camino de Cristo Jesús” implica un sufrimiento y un sacrificio intensos, pero la recompensa es la libertad y la salvación verdaderas. Ni la pena cruel de la cruz pudo superar el amor infinito que allí se reveló. La iglesia, afirmada en esta verdad, debe depositar al pie de la cruz toda codicia, odio, división y dureza de corazón. El sacrificio de Jesús que nos muestra esa entrega de sí mismo, su compasión para con los pecadores y la promesa de la vida resucitada tienen hoy el poder suficiente para transformar al mundo. El Pastor David Jang recuerda a menudo que “si sabemos que somos salvos gracias a la cruz de Jesús, tenemos la responsabilidad de vivir concretamente según ese camino”. La cruz no es para evocarla solo en la memoria, sino para encarnar día a día el mandamiento del amor. Al hacerlo, la iglesia realmente es iglesia y proyecta la luz de la salvación al mundo. Entonces, la oscuridad de nuestro Gólgota se iluminará con la luz de la resurrección, y la cruz continuará proclamando esperanza a toda la humanidad.